historia de Rosario

Por Autores y Publicaciones

Dr. Roque A. Sanguinetti *

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MIS RECUERDOS DEL 55 EN ROSARIO

Por Dr. Roque A. Sanguinetti

 

Rosario era una ciudad tranquila, donde los hermosos tranvías recorrían las calles entre no muchos autos, los últimos “mateos”, algunas jardineras de lecheros y carros a caballo de verduleros o hieleros. Los mayores sobresaltos los causaba el clásico entre Central y Newell’s. Fútbol, carreras, cine, teatro, bailes en los clubes, tango, jazz y boleros. Y costumbres provinciales.

Pero bajo esa aparente placidez en 1955 el país vivía en gran tensión, entre divisiones y enconos cada vez mayores. Desde 1946 gobernaba el general Perón, que aunque democráticamente electo y reelecto por una considerable mayoría, había ido convirtiendo su gobierno en una dictadura, en la que las persecuciones a los opositores eran lo habitual. Por caso, en esa época mi padre había sido cesanteado en su cargo de juez y en sus cátedras por no aceptar afiliarse al partido gobernante.

En consecuencia, vivíamos estrecheces económicas, ya que tuvo que empezar otra vez desde cero a trabajar como abogado sin tener clientela. Al enviudar mi abuela paterna nos habíamos mudado con mis padres y mis dos hermanos menores a vivir con ella en su casa de calle Maipú, en el centro de la ciudad.  Era una casa antigua y amplia, de planta baja y patios sucesivos, sala donde semanalmente mi abuela recibía a sus visitas, comedor principal que solo se usaba en ocasiones especiales, altillos y sótano. Balcones al frente con barrales cilíndricos de bronce y entrada con puerta “cancel”. El eco de los gorriones resonaba en los patios.

Yo tenía nueve años y en casa siempre se oía hablar mal o con angustia acerca de Perón, aunque también se contaban chistes sobre él y sobre el gobernador de Buenos Aires, Aloé, famoso por su incultura, verdadera o inventada. Chistes de los cuales recopilé varios con letra infantil en un cuaderno que todavía guardo

En un día nublado de junio nos empezaron a retirar uno a uno del colegio porque se había iniciado una revuelta. Al mediodía recibimos una llamada de mi tío Manolo que yo atendí en el vertical y cromado teléfono de tubo. Nos avisaba que aviones de la marina estaban bombardeando la Casa Rosada. Fueron los trágicos bombardeos del 16 de junio que causaron tantas muertes en la adyacente Plaza de Mayo. Al atardecer el golpe había fracasado. Esa misma noche hordas de facinerosos incendiaron las principales iglesias de Buenos Aires. El país se encontraba al borde de una guerra civil y el clima en mi casa era de tragedia.

Tiempo después, a fines de agosto, escuchábamos a Perón en el comedor diario de casa mediante una radio negra a válvulas que también conservo, aunque ya no funciona.  Parecía furioso y cuando ya fuera de sí pronunció su famosa frase “Por cada uno de los nuestros que caiga, caerán cinco de los de ellos” me tiré debajo de la mesa como para esconderme y recuerdo que pensé que entre mis padres y hermanos éramos cinco y que nos iban a matar a todos. Quizás, aunque no lo recuerdo, también haya pensado que la única que se iba a salvar era mi abuela. Aquel Perón era muy diferente del anciano pacifista que volvió en 1973.

A mediados de septiembre llegó un día en que otra vez nos fueron retirando del colegio. Había estallado una nueva revolución en diversos puntos del país, con base principal en Córdoba. La emisora oficial, Radio del Estado, transmitía en cadena informando que la revuelta había fracasado y que tropas “leales” realizaban “operaciones de limpieza” en esa provincia. Pero pasaban los días y el mismo informe se repetía. Nos fuimos a casa de mi tío Manolo, que vivía a mitad de cuadra y había instalado en un cuarto una red de cables con una radio de onda corta, en la que se oía Radio Colonia, del Uruguay, la que informaba que la revolución estaba triunfando.

En medio de esa incertidumbre, al tiempo todas las radios empezaron a informar que había habido una tregua, y poco después que Perón había escapado refugiándose en una cañonera paraguaya y que el jefe de la revolución era un tal general “Leonardi”, que en realidad resultó ser Lonardi. (Me acuerdo hasta de ese error de apellido, ya que la memoria a esa edad es prodigiosa y más cuando los hechos son extremos).

Recuerdo que el clima en mi casa era de fiesta y en el centro de Rosario también. Las casas fueron embanderadas (veo como si fuera hoy nuestra cuadra llena de banderas argentinas) y se hacían manifestaciones por calle Córdoba  (que durante el peronismo se había llamado Eva Perón) al grito de “¡Libertad, libertad!” y con cánticos como “¡Alegría en la nación, primavera sin Perón!” o “¡Perón se fue, montado en Aloé!”. En Buenos Aires el general Lonardi juró como presidente y ante una multitud reunida en la Plaza de Mayo enunció su famoso lema: “Ni vencedores ni vencidos”.

Pero las zozobras estaban lejos de terminar. Lo veo a mi tío Angel Luis venir caminando por la vereda y trayendo una bandera. Y cuando mi padre subió a la azotea para colgarla en el frente de casa, una bala silbó cerca suyo y pegó a escasos centímetros de distancia de su cabeza. Recuerdo la bala achatada que mi padre me mostró.

Después fuimos una tarde a esperar al regimiento 11 de Infantería que  volvía de Córdoba  porque un primo mío, Tatón, estaba haciendo el servicio militar en ese regimiento. Nos paramos nosotros y tíos y primas en la zona del parque Independencia y pasaron todos los soldados marchando, pero de mi primo ni noticias, cosa que causó angustia en mi familia porque se decía que había habido fusilamientos. El Once, como se lo llamaba, había sido “leal” y había viajado a Córdoba para reprimir a los rebeldes. Por eso y sin que lo imagináramos, al terminar el desfile la  mayoría de la mucha gente que estaba ahí empezó a gritar a coro y con rabia “¡Perón, Perón, Perón!”, cosa que hizo que nos retirásemos rápidamente porque los chicos de la familia llevábamos colocadas grandes escarapelas. Creo que nos salvamos por poco, o mejor dicho porque no se dieron cuenta del motivo de esas escarapelas

Una noche de esas mi padre y mi tío Manolo salieron a hacer averiguaciones sobre mi primo. Estábamos solos en casa con mi madre, mi abuela y nuestra prima Ana María  cuando de pronto se oyeron en la calle gritos y corridas de grupos que vivaban al peronismo y atacaban las casas embanderadas. De pronto empezaron a golpear y zarandear violentamente la puerta de entrada de casa. Mi madre nos llevó a los cuatro chicos a un cuarto y allí se arrodilló y nos hizo arrodillar en el suelo ante una imagen de la Virgen y nos pusimos a rezar. Y creo que esta vez realmente nos salvamos por milagro. Mientras, mi primo llegaba muy cómodo en un camión, con un capitán del que era asistente.

Eran días todavía tensos y hubo una contrarrevolución en Rosario, que fue sofocada. Y una vez sentimos un ruido muy fuerte, como una explosión, que sacudió los patios y las paredes de la casa. Otro tío mío, Paco, salió corriendo a ver qué pasaba y al doblar patinó y cayó cómicamente al suelo. Pero no era un bombardeo como creímos, sino los aviones Gloster Meteor a reacción que pasaban rasantes sobre la ciudad tirando panfletos favorables al nuevo gobierno. También me acuerdo de ir al cine y cuando en el infaltable noticiero Sucesos Argentinos en el que tantas y tantas veces había aparecido el presidente depuesto, ahora aparecían el general Lonardi o el vicepresidente contraalmirante Rojas, la sala se colmaba de aplausos, a los que yo me plegaba alegremente.

Pero en diciembre y sorpresivamente el general Lonardi fue desplazado mediante un golpe palaciego y asumió como presidente un desconocido general Aramburu. Yo no entendía nada. ¿Cómo un hombre que era considerado como un prócer por todos mis conocidos,  y a quien ovacionaban en el cine, era expulsado de golpe como Perón? Le pregunté a mi padre, que era de ideas más bien liberales, y justificando el cambio me dio una explicación  que no me convenció.

Yo tenía aquellos nueve años y no sabía que allí terminaba esa primavera de la Revolución Libertadora, y empezaba una época de revanchismos y hasta de fusilamientos, cuyo resultado fue aumentar y prolongar ad infinitum las divisiones y los odios.

 Divisiones entre argentinos que por diversos motivos han perdurado hasta hoy. Pero pasados tantos años ahora creo que si se lo hubiera dejado al noble general Lonardi hacer cumplir su lema de “Ni vencedores ni vencidos” otro y mejor habría sido el destino de nuestra patria.

 

 

Publicado en Revista Todo es Historia y revista Rosario, su Historia         


AQUELLA VEZ QUE BORGES VINO A ROSARIO

 

 Por Dr. Roque A. Sanguinetti

                                                                                                              

            Mi amigo Roberto Ricci se murió repentinamente un día cualquiera de 1995 en un colectivo, cuando volvía de su trabajo en el Banco Provincial. Poco tiempo antes habíamos compartido un café y probablemente hayamos hablado de Borges, a quien años atrás él solía visitar en su departamento de la calle Maipú, en Buenos Aires.

En cierta oportunidad le llevó una pieza del juego del go, que llamó la atención del escritor e hizo que escribiera un poema, “El Go”, fechado en el propio texto el  “nueve de setiembre de 1978” e incluido en su libro La Cifra.

En el voluminoso libro en el que Adolfo Bioy Casares recopiló sus conversaciones con Borges, hay una entrada del 22 de marzo de 1978 que dice “me habla de un joven del Rosario, un tal Ricci, que ve todo como un movimiento: el juego del go, el estudio de una lengua”. Como en el multitudinario índice del libro no figura ese ignoto joven, agrego el dato: se trataba de Roberto Ricci, a quien me lo imagino reinventando esa teoría  para prolongar sus charlas en la calle Maipú.

Borges estuvo bastantes veces en “el” Rosario, como él y Bioy todavía decían, y mucho más que la cultura de la ciudad le interesaban las historias de sus barrios malevos. La consideraba una de las tres posibles cunas del tango, con Buenos Aires y Montevideo. Se alojaba en el tradicional Hotel Italia (hoy oficinas universitarias). Curiosamente el mismo hotel donde antaño se alojaba Gardel, a quien Borges culpaba de haber arruinado el tango, pero por suerte parece que no llegaron a coincidir.

En 1983 se anunció que vendría a hablar en la sede del Jockey Club y con mi amigo fuimos a oírlo.  Esa noche de noviembre esperamos con otros privilegiados en el amplio salón, hasta que Borges apareció, frágil y saludado por nuestros aplausos emocionados. Iba acompañado por María Esther Vázquez, su biógrafa y también ex novia, con quien pasó a dialogar. Ella le hacía preguntas sobre temas varios y él se explayaba, con la vista perdida y voz un tanto vacilante. Temas de él, en general ya conocidos, aunque igualmente era muy interesante oírlos en boca del insigne y verlo allí, personalmente.

Pero lo que más recuerdo es que sobre el final y a pedido de María Esther recitó o rezó, quién sabe, el padrenuestro en inglés antiguo, con voz más enérgica, que hasta parecía provenir de algún lejano recinto medioeval y que los presentes escuchamos en “religioso” silencio. Y habrá sido la única vez que la oración resonó en el señorial palacio rosarino.

Con el tiempo me enteré de que esa actitud no fue tan rara, porque Borges que públicamente se definía como agnóstico y en ocasiones se mostraba bastante ácido con el cristianismo, confesó en sus últimos años que desde la muerte de su madre y cumpliendo una promesa pedida por ella, rezaba todas las noches el padrenuestro. En el cuento “Avelino Arredondo” hace una alusión al respecto, y su mucama Fanny dijo en reportajes posteriores que lo rezaba arrodillado junto a la cama.

Un extraño librepensador. Pero qué paradójico resulta que el mayor escritor del mundo en su época, probablemente el argentino más eminente de su siglo y alguien que parecía saberlo todo, se definiera a sí mismo con una palabra que etimológicamente significa “el que no sabe”. Creo que en el fondo era una lección más para muchos autodenominados intelectuales y para quienes llaman cultura a cualquier cosa.

Después de la conferencia nos acercamos a una mesa donde comía con María Esther Vázquez y otras personas, y mi amigo se dio a conocer y me presentó. Borges extendió una mano blanda y yo solo atiné a decirle: “es un orgullo estrechar su mano”. Años después leí un reportaje donde comentaba de un ex dictador argentino: “caramba, un hombre tan insípido, cuando nos presentaron dijo esa frase trivial: es un orgullo estrechar su mano”. Realmente, enterarme de ese comentario me produjo cierto escozor.

Cuenta Bioy Casares en su libro que según un testigo directo “Borges murió diciendo el padrenuestro. Lo dijo en anglosajón, en inglés antiguo, en inglés, en francés y en español”. Horas antes había recibido a un sacerdote católico. Como tantos agnósticos en circunstancias parecidas… salvo que Borges pidió además un pastor protestante “para ser ecuánime”. ¿Influyó también su madre en ese final, o habrá decidido por sí mismo? Quizás, como él dice de cierto rey en otro de sus  poemas, “a fuer de buen tahur” quiso hacer una última apuesta.

Como no se sometía a los dogmas de la corrección política, grises académicos suecos se obstinaron en negarle el premio Nobel que se merecía más que nadie. Pero es de imaginar que dentro de siglos, cuando acaso esa academia y ese devaluado premio hayan pasado al olvido, en todo el mundo se seguirá leyendo y admirando a Borges.

¿Y él? Ha de estar en ese cielo en el que solía no creer, y cada tanto, para distraerse de sus elucubraciones y ya con la vista recuperada, jugará un truco con don Nicolás Paredes o una partida de go con Roberto Ricci, aquel joven rosarino que una vez le inspiró un poema.

 

 

Publicado en Rosario, su Historia y Región , Nº 50, marzo de 2007, y Todo es Historia, Nº 528, julio de 2011.


¿LOS COLORES DEL CIELO?

                                                               Por Dr. Roque A. Sanguinetti                                    

              Cantó el poeta: Al cielo arrebataron nuestros gigantes padres/ el blanco y el celeste de nuestro pabellón”. Y si preguntáramos en escuelas y colegios, o a la gente por la calle, cuál es el origen de los colores de nuestra bandera argentina, muchos, en casual concordancia con aquella hermosa poesía, responderían que fueron tomados de los colores del cielo.

Muchos otros contestarían que no lo saben, y probablemente algunos pocos nos dirían que provienen de “los colores de los Borbones”. En definitiva, comprobaríamos que existen dudas y una mayoritaria ignorancia al respecto. Ignorancia  no supina, porque es un asunto que nunca ha sido debidamente expuesto por la historia oficial.  Entonces cabe preguntarse: ¿esto se debe a falta de conocimientos o a una actitud premeditada? Y podríamos entrar en una borgeana serie de interrogantes.

Vamos por partes: ¿hay constancias que sustenten esa creencia popular en el origen atmosférico de los colores patrios?  Por cierto que, desde ya,  la respuesta es  negativa. No existe ninguna constancia al respecto, si se exceptúan invocaciones poéticas o, en peor sentido, discursos que solían pronunciar rutinariamente maestras y alumnos en actos escolares. Aunque lamentablemente todavía hoy en algunas escuelas se sigue enseñando sin fundamento que los colores de la bandera fueron tomados de los del cielo y las nubes.

Vayamos al tiempo de creación de la bandera. Como los rosarinos recordamos con orgullo, el general Belgrano (entonces coronel) la izó por primera vez el 27 de febrero de 1812 en una aldea que entonces se llamaba Villa del Rosario, aquella “villa ilustre y fiel” que había crecido en torno a una capilla de la Virgen en el antiguo Pago de los Arroyos. Y aún está en discusión si además de enarbolarla, Belgrano la hizo jurar ahí por primera vez. 

Esta duda surge de las palabras del propio coronel, quien en la ceremonia del izamiento clamó: “¡Soldados de la Patria!:…Juremos vencer a nuestros enemigos interiores y exteriores y la América del Sur será el templo de la Independencia y de la Libertad. En fe de que así lo juráis decid conmigo: ¡Viva la Patria!”. Palabras que hoy lucen inmortales en mármol, en el Monumento Nacional a la Bandera. Hay quienes toman estas palabras como el primer juramento de la bandera nacional y quienes en cambio limitan su sentido y entonces consideran como primero el del 13 de febrero de 1813 en Salta, cuando a orillas del río Pasaje Belgrano hizo jurar al ejército ya en forma más explícita, fidelidad a la bandera. Discusión que, por originarse en opuestas interpretaciones de un mismo texto, se presume interminable.

Volvamos a los colores. El 13 de febrero de 1812 Belgrano se había dirigido al Triunvirato solicitando la creación de una “escarapela nacional” en vista de que los cuerpos de ejército usaban distintivos diversos. En respuesta inmediata, el 18 de febrero el Triunvirato aprobó el uso de la escarapela, decretando además: “Sea la escarapela nacional de las Provincias Unidas del Río de la Plata, de color blanco y azul celeste”.

Entonces, el mismo 27 de febrero, Belgrano se dirige nuevamente al Triunvirato: “Siendo preciso enarbolar bandera, y no teniéndola, la mandé hacer blanca y celeste, conforme a los colores de la escarapela nacional: espero sea de la aprobación de V.E.”

Aquí ya tenemos una expresa mención al origen de los colores, y por parte del propio creador de la bandera. (También queda en claro que el color era el celeste, o el “azul-celeste”, pero no el azul como alguno sostiene). Como notamos, no menciona la disposición de los colores en el paño.

El 3 de marzo de 1812 el Triunvirato le ordenó ocultar la nueva insignia, pero el coronel no se enteró porque ya había partido hacia el norte. Tiempo después y ante una segunda advertencia suspendió su uso, hasta que después del glorioso triunfo de Tucumán la volvió a enarbolar. El 20 de julio de 1816 el Congreso de Tucumán la aprobó oficialmente, en base a un proyecto del diputado José M. Serrano.

Pero aunque el prócer aclaró expresamente que tomó los colores de la escarapela nacional, aquí surgen dos preguntas.  Primera: ¿Y cuál era el origen de los colores de esa escarapela? Segunda: ¿Hubo otros motivos personales que llevaron a Belgrano a copiar la escarapela, siendo que la bandera es el símbolo máximo de una nación y que sus colores tienen siempre un profundo significado, o los copió sin más ni más y sólo porque el gobierno ya los había elegido? También debe tenerse en cuenta que generalmente no hay una sola causa en una elección, ya que por el contrario por experiencia de la vida sabemos que las más de las veces los motivos son múltiples.

En cuanto a la primera cuestión, el origen de los colores de la escarapela, hay distintas respuestas.

                   a) La versión aparentemente más sólida sería la de las cintas de Pueyrredón. Al producirse la primera invasión inglesa, en el año 1806, don Juan Martín de Pueyrredón reunió una tropa de unos 300 criollos voluntarios, a la que se le unió después el Regimiento de Blandengues, en la villa de Luján. En esas circunstancias históricas, los soldados recibieron como estandarte el de la “Purísima Concepción” que les ofreció el Cabildo de esa villa, de colores celeste y blanco, al que llevaron como insignia a la batalla. También era costumbre entonces que los peregrinos que acudían a Luján a visitar la imagen de la Virgen, en su advocación de la Inmaculada Concepción, se llevaran como recuerdo un par de cintas, una celeste como el manto de esa imagen y otra blanca como su vestido, ambas de 38 centímetros de largo, conforme a la altura de la imagen. Se llamaban “medidas de la Virgen y se anudaban al cuello. Además del estandarte, Pueyrredón adoptó la tradición de las cintas y previa bendición por el padre Vicente Carballo fueron impuestas a los integrantes de la tropa, a modo de distintivo. Con ellas combatieron en la Chacra de Perdriel y en Buenos Aires y así las hicieron conocer. Este sería el antecedente inmediato y el origen de la escarapela que usaron los miembros de la Sociedad Patriótica a partir de 1811 y luego de la que adoptó el Triunvirato. Quizás no así de las escarapelas que repartieron French y Beruti en mayo de 1810, que pese a las inolvidables imágenes de Billiken parece que fueron solo de color blanco. No obstante, el 25 de septiembre de 1812, French arengaba a la tropa diciendo: “Soldados, somos ahora el Regimiento de la Virgen, jurando nuestra bandera nos parecerá que besáis su manto.”

                   b) Otra versión, insinuada por Mitre y sostenida por Sarmiento, dice que los colores de la escarapela fueron tomados de la insignia que exhibían los reyes Borbones. Es una versión que ha tenido cierto consenso, ya que como es sabido en principio la revolución de mayo de 1810, al menos aparentemente, mantenía sujeción al rey (Borbón) Fernando VII que se encontraba en poder de Napoléon. Con lo cual, aunque quizás solo fuera para no crear resistencias, al momento de la creación de la bandera se mantenían todavía algunos símbolos de la monarquía española. Y tales beneficios también habrían sido evaluados por el Triunvirato al adoptar esos mismos colores.  Ahora bien, como en un juego en el que se persigue una pista, en este punto ahora nos preguntamos: ¿y cuál era a su vez el origen de esos colores borbónicos que, según esta versión, habrían dado lugar a los de la escarapela nacional?     

Aquí, haciendo una pausa en la indagación en que andamos, nos tomamos un descanso para contemplar el celebérrimo cuadro de Goya “La familia de Carlos IV” (Museo del Prado) donde vemos que el rey y algunos de los que lo acompañan, llevan  sobre sus uniformes de gala una banda con tres franjas, prácticamente idéntica a la que usa actualmente el presidente de la Nación Argentina: celeste, blanca y celeste. Lo mismo podemos comprobar en retratos de su descendiente Fernando VII. Algo que habrá causado sorpresa a más de algún argentino que haya tenido la suerte de visitar el Prado, y que daría sustento a la teoría “borbónica”.

Prosigamos nuestra búsqueda. Es necesario aclarar que el color de los Borbones en realidad era el blanco, pero que esa banda que usaban como insignia los reyes es la de la Real Orden de Carlos III (el que expulsó a los jesuitas), establecida en 1771 por ese rey, quien se inspiró para crearla en los colores de la túnica y del manto de la Virgen en su advocación de la Inmaculada Concepción, que había sido declarada Patrona Universal de los Reinos de España y de Indias en 1760. La condecoración que se creó para esa Orden era un medallón esmaltado con una imagen de la Virgen, que pendía de la banda celeste, blanca y celeste que antes mencionamos. Según los Estatutos de la Orden: “Las insignias serán una banda de seda ancha dividida en tres franjas iguales, la del centro de color blanco y las dos laterales de color azul celeste”. Dicha banda, en esta sucesión de insignias, nos llevaría hasta nuestra propia bandera.

Con respecto a la segunda cuestión que planteábamos, esto es si también hubo motivos personales o íntimos que llevaron a Belgrano a adoptar los colores de la escarapela, podemos decir que el prócer, que estudió en Salamanca (en cuya Universidad, gratamente para los argentinos, una gran placa de mármol recuerda su paso), permaneció ocho años en España y era hombre de cultura, no podía desconocer la insignia que usaban los Borbones y su proveniencia de la Inmaculada Concepción. Debe señalarse además que al recibir en 1793 su título de Licenciado en Leyes en Valladolid, Belgrano hizo juramento de defender el dogma de la Inmaculada Concepción, que en realidad fue establecido como dogma oficial por la Iglesia Católica recién bajo el Papa Pío IX, en 1854. También en esa época de estudiante Belgrano pertenecía a la Congregación Mariana, cuyo distintivo era una cinta celeste y blanca que en ceremonias se llevaba al cuello.

Y cabe agregar  que el prócer fundó en 1794 a su regreso de España el Real Consulado de Buenos Aires, y que colocó al frente del edificio un escudo con los colores celeste y blanco, aclarando que deseaba que el Consulado usara esos colores en homenaje a los de la Virgen de la Inmaculada Concepción, de la cual se manifestaba devoto. De modo que puede resultar muy coherente que al crear la bandera nacional repitiera, por los mismos motivos, los colores que ya había elegido para el Consulado.

Aquí debemos recordar, aunque sea algo muy conocido, el fervoroso catolicismo de Belgrano del cual existe constancia permanente en sus frases inscriptas también en mármol en el Monumento Nacional a la Bandera. “Nuestra obra es de Dios, Él nos ha concedido esta bandera que nos manda que la sostengamos” (juramento de fidelidad a la bandera en Jujuy), y la que dirigió al general San Martín cuando le entregó el mando del Ejército del Norte: “Que no deje de implorar a Nuestra Señora de la Merced, nombrándola siempre nuestra Generala”. Frase que proseguía así: “Y no olvide los escapularios a la tropa. Deje usted que se rían, los efectos lo resarcirán a usted de la risa de los mentecatos que ven las cosas por encima”.

En cuanto al conocimiento íntimo de los motivos de Manuel Belgrano, contamos con un testimonio directo, el de su hermano Carlos Belgrano quien, además del prócer, fue el único miembro de su numerosa familia que siguió la carrera militar.  Carlos Belgrano era Comandante de la Guarnición y Presidente del Cabildo de Luján en los años de la creación de la bandera. Es sabido que Manuel Belgrano visitó varias veces la iglesia de Luján, que todavía no era la Basílica actual, y oró ante la imagen, y que después, en 1814, residió en esa villa. Y su hermano Carlos dice expresamente: “Mi hermano tomó los colores de la bandera del manto de la Inmaculada de quien era ferviente devoto”. 

                  En el mismo sentido se manifestaron varios coetáneos, según afirman diversos historiadores. Entre dichos testigos José Lino Gamboa, cabildante de Luján con Carlos Belgrano, dijo: “Al dar Belgrano a la gloriosa bandera de su Patria los colores blanco y azul, había querido, cediendo a los impulsos de su piedad, obsequiar a la Pura y Limpia Concepción de María como ardiente devoto”

La imagen religiosa más popular y querida de nuestro país, la de la Virgen de Luján, Patrona de la República Argentina y que representa a la Inmaculada Concepción, ostenta nítidamente los colores de nuestra bandera y vista de frente los tiene distribuidos de idéntica forma: una franja blanca en el medio y una celeste a cada lado. Esta coincidencia notable, obviamente no parece meramente casual, o será que como dice el Martín Fierro: “Donde no hay casualidá, suele estar la Providencia”.

Conclusión:

Como notamos al cabo de esta búsqueda, las distintas teorías sobre los colores de la bandera argentina en realidad no se contradicen, ya que en definitiva todas nos llevan a un mismo origen: los colores del manto de la Virgen, en su advocación de la Inmaculada Concepción.

Una sesgada enseñanza de la historia ha llevado a ignorar u ocultar el  indudable origen de los colores de nuestra bandera. Y algunos maestros y maestras, suponemos que con más ignorancia que mala fe, siguen enseñando erróneamente que fueron inspirados en los del cielo.

Pero pensándolo mejor, en realidad tienen razón, aunque ese cielo no sea precisamente el atmosférico al que ellos se refieren.

                   

Bibliografía: José Manuel Eizaguirre, “La bandera argentina”, Ed. Peuser, 1900. –

                       Aníbal A. Rottjer,“El general Manuel Belgrano”, Ed. Don Bosco, 1970.

                                                              

 

 Del libro 60 años del Instituto Belgraniano de Rosario


LA ÚLTIMA POLÉMICA DE

LISANDRO DE LA TORRE

Por Roque A. Sanguinetti

            

Ni bien se ingresa al cementerio El Salvador, se encuentra una sepultura sin cruz, ni placas, ni ningún otro agregado. Tan solo una inscripción que dice “LISANDRO DE LA TORRE  1868 – 1939”.

Como se sabe, de la Torre fue el más destacado y famoso político rosarino. Inteligente, polémico, esencialmente escéptico y solitario, marcó con su personalidad muchos años de la vida pública argentina.  Era abogado, fundó la Liga del Sur después convertida en Partido Demócrata Progresista y fue diputado, senador y dos veces candidato a Presidente de la República, derrotado por Hipólito Yrigoyen y por Agustín P. Justo.

Después de su trágica muerte sus partidarios lo llamaron “El Fiscal de la Patria”, pero en vida sus adversarios lo habían marcado con el ácido sobrenombre de “El Envenenado”. Es que, así como él no tenía términos medios, los demás no tenían términos medios con él. En agosto de 1937 pronunció en Buenos Aires una conferencia titulada “La cuestión social y los cristianos sociales”, en la que criticaba duramente la Doctrina Social de la Iglesia Católica, expuesta en varias encíclicas. Una doctrina que años después, en la posguerra y aplicada por el gran Alcide De Gasperi, contribuyó en buena medida al nuevo “risorgimento” de una Italia devastada. Pero de la Torre no alcanzó a conocer esos resultados, ni era proclive a imaginarlos siendo como era fuertemente antirreligioso

El caso fue que un sacerdote, Monseñor Gustavo Franceschi, Rector de la Capilla del Carmen en Buenos Aires y director de la revista católica Criterio, tuvo la ocurrencia de contestarle con un escrito que tituló “Ante una diatriba”, agregando quijotescamente que lo desafiaba a sostener una polémica sobre dos imputaciones que de la Torre había efectuado: a) Que la Iglesia había pronosticado el fin del mundo en el año 1000 y b) Que la Iglesia había promovido la “adoración” de los santos. Pero quizás habría sido mejor para el señor cura que se hubiera callado, porque esa ocurrencia fue algo así como meter la mano en la jaula del león.

Lisandro de la Torre andaba mal de ánimo, sus proyectos políticos habían fracasado, sus finanzas marchaban hacia la bancarrota y su futuro parecía oscuro. Pero ese desafío del religioso resultó como una inyección que lo levantó de la decadencia y que le sirvió de desahogo (ahora se diría de “catarsis”) desatando un mal contenido anticatolicismo. A partir de ahí los contendientes intercambiaron sucesivas andanadas escritas que el público siguió primero con interés y después con apasionamiento.

Franceschi se limitaba en general a los asuntos referidos, pero de la Torre atacó por múltiples flancos, excediendo esos dos temas.  Hasta que llegado un punto sin retorno, con prudencia vaticana el sacerdote optó por terminar con la polémica de la cual salió bastante lastimado.   

Y es que de la Torre era especialista en la contienda dialéctica, a través de su experiencia política y sus permanentes controversias. Era incisivo e irónico y disparó munición gruesa, alegando representar la ciencia contra la religión. Sin embargo revisando hoy los argumentos del político rosarino que él llamaba “científicos”, notamos su escasa sustancia aunque iban revestidos hábilmente con un lenguaje agresivo y muchas veces burlesco (“chacotón”, comentaría después él mismo) que seguramente habrá divertido a sus seguidores. Cabe agregar que Franceschi siempre lo trató respetuosamente, citándolo como “el doctor de la  Torre” o “el Senador por Santa Fe”, mientras que de la Torre lo mencionaba  como “el señor Franceschi”, despojándolo de su carácter de sacerdote.

Un libro titulado Temas Filosóficos (editorial Hemisferio, año 1952) contiene todo lo que dijo Lisandro de la Torre en esa polémica. Como se puede comprobar leyendo esas amarillentas páginas, Franceschi que estaba en la primera línea de fuego del tiroteo verbal resultó el más castigado, pero las municiones de de la Torre alcanzaron además a muchos otros, como las de un tirador un tanto descontrolado.

El argumento principal que usó contra el cristianismo partía de una verdad de Perogrullo: que todas las religiones tienen algunos puntos en común; pero desde allí deducía peregrinamente en base a algunas ínfimas coincidencias que la Biblia y en particular el cristianismo serían meras imitaciones de antiguas religiones hindúes. Una tesis tan burda que hasta un monaguillo podría rebatirla, pero que azuzó al ya irritado Franceschi.

De la Torre no deja títere, ni santo, con cabeza.  A San Pablo lo coloca insólitamente entre los que “ambicionaron y entrevieron la dominación del mundo” (sic, obra citada, pág. 108) y agrega que “Pablo triunfó sobre Jesús de Nazaret y le quitó su Iglesia a sus continuadores”. Singular y extraña teoría. Pero ni Jesús se salvaba de sus imprecaciones: “¿Era Jesús un visionario que creía de buena fe en lo que decía o era un político que descontaba la inmensa credulidad del rebaño humano? No hay interés en averiguarlo. El hecho es que el sacrificio que pedía a sus adeptos, mostrando una inhumanidad nunca vista, etc.” (pág. 97). “La crudeza y la inhumanidad que Jesús de Nazaret ponía respecto de ellas” (las relaciones de familia), (pág. 111). También la emprende contra la antigua tradición argentina de la Virgen de Luján diciendo virulentamente que “Todo es hecho a base de credulidad y fraude” (pág. 162). En otros párrafos agrega con parecido ánimo agraviante: “Dios ha de encontrarse en todas partes, menos en los altares” (pág. 177), y “la Iglesia Católica no me inspira, no puede, inspirarme odio sino menosprecio” (pág. 203). Dice también: “El Eterno es vengativo y cruel y Jesús pertenece a la familia”, y para decir eso cita al Deuteronomio, capítulo 28: “Si no quieres escuchar la voz del Eterno serás maldito en la ciudad y maldito en el campo, y maldito el fruto de tu vientre y maldito el fruto de tu tierra” (lo cual, como se verá, parecería una referencia a su propia vida).  Y así sucesivamente, página tras página.

Pero además se salió del ámbito puramente religioso y también cayeron volteados por sus disparos… los negros y los orientales. Dictamina: “Si las prácticas religiosas de los blancos son superiores a las de los negros, no es a causa de una revelación divina, sino de la superioridad racial y mental de los blancos sobre los negros” (pág.244). (Por suerte todavía no existía el “Inadi”). Y “El Occidente ha progresado más que el Oriente porque lo habita la raza blanca, superior a la negra mezclada y a la amarilla” (pág. 159). Suponemos que lo de la superioridad sobre la raza “negra mezclada” no le caería del todo bien a Barak Obama, hijo de negro y blanca.  E imaginamos que la supuesta inferioridad de la raza amarilla es una teoría que ni el mismo Hitler se animaría a suscribir. Sin embargo, este racismo no puede asombrar si se conoce que antes ya había llamado al salteño ex Presidente Victorino De la Plaza: “coya hipócrita y traidor” y “mestizo hipócrita” (Bernardo González Arrili, Vida de Lisandro de la Torre, Fabril Editora, año 1962, págs. 68 y 75

Aunque, es más, ni las mujeres se salvaban: “Las mujeres son el punto de apoyo de la Iglesia y la carne de cañón de los milagros. Respetuosamente, pongámoslas de lado” (pág. 201). Lo que valdría lo mismo que decir “no las tengamos en cuenta, son inimputables”. Es posible que el machismo fuera una de sus posturas “científicas”, pero también nos permitimos suponer que se daba el lujo de hablar públicamente de esa manera porque todavía no existía el voto femenino.  

En cuanto a otros fundamentos supuestamente científicos, varias veces dice que el hombre apareció cuando el Universo y la Tierra llevaban “millones de millones de años” (págs. 13 y 14). Un error de millones de millones de años, digamos. Y para irritar más aún al cura y posiblemente porque también así lo creería realmente, pronosticaba un futuro muy promisorio para el comunismo soviético, profecía que la historia se encargó de pulverizar.

Una retahilla de opiniones que ahora vemos como desatinos, pero que quizás fueran el producto de íntimas angustias. De la Torre, un hombre que no tenía familia, ni mujer, ni hijos, había cifrado sus esperanzas además de la política en una gran estancia que tenía en Pinas, al noroeste de la provincia de Córdoba, que era el refugio y el verdadero amor de su vida y donde llegó a tener en 1930 once mil quinientas cabezas de ganado.

Pero un socio lo estafó y después ese campo sufrió una sequía terrible de años y años sin una gota de lluvia, que secó hasta los pozos de agua, mató casi todos los animales y lo dejó en la ruina. Como si se cumpliese aquella maldición bíblica. Para colmo en 1935 su discípulo preferido, Enzo Bordabehere, había sido asesinado en su presencia en el Senado de la Nación.

Después de esa pintoresca y última polémica poco le quedaba por hacer y al año siguiente le comenta por carta a don Bustos, el capataz del campo: “Viejo y pobre es el porvenir que se me presenta y usted comprenderá que es un porvenir aterrador”. Como dice su biógrafo y simpatizante Bernardo González Arrili: “Ha fracasado en sus propósitos. No ha mejorado ni a los hombres ni a las cosas. Ha perdido cuanto ganó. Regresa del amor - de todos los amores - sin conservar uno solo. Ni la tierra amada de Pinas, ni una compañera, ni un vástago, ni una creencia para consuelo. Solo un frío descreimiento.”

Poco después, una soleada mañana a principios de enero de 1939, Lisandro de la Torre se suicidó de un tiro en el corazón en su departamento de la calle Esmeralda, en Buenos Aires. Su ama de llaves encontró el cadáver sentado, con la cabeza inclinada sobre el pecho. Y fue cremado, de acuerdo a lo que había dejado escrito.

Su partido político, antes preponderante en la provincia de Santa Fe, se fue disgregando con el tiempo, como otros partidos argentinos.  En Rosario hace muchos años se designó oficialmente con su nombre un barrio, pero casi nadie lo llama así y todos lo conocen por otro nombre más popular, Arroyito, tan vinculado a Rosario Central.

Y en el cementerio El Salvador quedó esa sepultura, aunque al parecer… ni siquiera guarda sus cenizas. Según el mismo González Arrili, poco después del  sepelio un guardián del cementerio le confió que ahí está guardada la urna pero que las cenizas fueron echadas al viento, tal como el propio de la Torre también lo había pedido en una carta.

¿De quién tuvo tanto fuego, ni cenizas quedaron?  ¿Sólo la nada y el silencio?

Pero su recuerdo, como el de Sarmiento, todavía hoy sigue provocando controversias.

 

 

De la Torre fue, quizás, es el más renombrado político rosarino. Nació en el corazón de Rosario, en una casa ya demolida de la calle Córdoba al 1100, vereda norte, sitio donde después estuvo el cine Radar y donde hoy una placa rememora su nacimiento. Fue fundador de la Liga del Sur, que después se convirtió en el Partido Demócrata Progresista. Fogoso orador e incendiario polemista, de temperamento irascible, fue llamado por sus partidarios “el Fiscal de la Patria”. Sus enemigos, en cambio, le decían “el………”.


PERÓN Y JUAN GÁLVEZ PASAN FRENTE AL COLEGIO

 Por Dr. Roque A. Sanguinetti

         En 1952, año en que murió Eva Perón, el país estaba netamente dividido entre peronistas y antiperonistas.  En casa, en Rosario, eran muy antiperonistas, pero yo que tenía seis años, pese ser tan chico sufría una confusión política, porque casi todos los días me llevaban a casa de mis abuelos y allí me malcriaba María, la mucama, que llegó a ser como una segunda madre para mí, y que era peronista y tenía por Eva Perón una devoción casi tan grande como la que tenía por mi familia. Así que yo recibía las dos influencias políticas, lo que ya le había causado problemas a mi padre.

Como una vez que en viaje a Córdoba, en el comedor del gran hotel de Villa María, teniendo tres o cuatro años me paré sobre una silla y grité ¡Viva Perón! delante de toda la gente, provocando que mi padre pasara lo que para él fue un gran papelón, máxime que justo acababa de encontrar y saludar a un señor conocido de Rosario. El hecho es que cuando murió Eva Perón, María me hizo una carpeta donde a escondidas pegábamos fotos de “Evita” que recortábamos de las revistas. Esa “Carpetita de Evita” era un secreto que teníamos.  Hasta que un buen o mal día mi padre descubrió la carpetita, que muy “didácticamente” redujo a papel picado en pocos segundos. Allí terminó mi militancia clandestina en el peronismo.

Iba al colegio de los Hermanos Maristas, cuyo “castillito” todavía se alza en el elegante bulevar Oroño de Rosario. Un día de 1953 hubo gran conmoción en el colegio y nos avisaron que saldríamos a la calle porque pasaría en auto nada menos que el presidente de la república, el general Perón. Los hermanos nos ubicaron sobre la parte central del bulevar. Estábamos todos con nuestros guardapolvos blancos y a cada uno  de los chicos nos dieron una banderita argentina con un palito para que la agitáramos. Y es que todavía Perón estaba en buenos términos con la Iglesia, antes del absurdo conflicto que tuvo con la misma y que contribuyó mucho a su posterior caída. Pese a mis siete años, recuerdo con nitidez el momento en que yo estaba parado esperando con gran ansiedad ver a tan famoso como discutido personaje.

En eso hubo un revuelo de gente y aparecieron unas motos de la policía a las que seguían varios autos oscuros y parecidos, todos los que pasaron a gran velocidad, como una exhalación. Y eso fue todo. Nos quedamos con las banderitas que no habíamos podido ni agitar, y con una gran desilusión. Nadie lo había podido ver a Perón y ni siquiera sabíamos en cuál de esos autos había pasado. Años después mi padre me explicaría que eso había ocurrido porque “Perón era un tremendo cobarde y por eso se escondía de esa forma”, agregando algunas otras cosas. No sé si será un falso recuerdo pero me parece que cuando me hablaba así, al igual que cuando aniquiló la “Carpetita de Evita”, del dorso de su mano y de su cara brotaban largos pelos de “gorila”, y sufría una extraña transformación que  lo convertía en un émulo del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde

Por mi parte, creo que nunca me pude desprender del todo de esa dualidad política, confirmando que lo que a uno le inculcan de chico le queda muy grabado. Como en el caso común de que a un chico desde que nace lo hacen “hincha” de algún equipo de fútbol y a partir de allí nunca más cambia de divisa. Pero lo que me pasó a mí es como si me hubieran hecho “hincha” de Rosario Central y de Newell’s  al mismo tiempo.  Será por eso que alguna vez los “gorilas” me han tomado por peronista y que los peronistas me consideran “gorila.

Años después, en 1959, Perón ya había caído y yo ya estaba en primer año del secundario. Y otra vez nos paramos con mis compañeros de colegio sobre el bulevar Oroño,  ya que iba a pasar por ahí el Gran Premio de Turismo de Carretera, en el tramo de  “neutralización” que se hacía a baja velocidad para atravesar la ciudad. Hay que aclarar que en esa época el Turismo de Carretera era una pasión nacional casi tan importante como el fútbol, y era realmente “de carretera”  porque se corría por caminos, hasta que eso se prohibió y se lo redujo a los autódromos, conservando impropiamente ese nombre hasta ahora. Y cerca de fin de año cuando se corría el Gran Premio que atravesaba varias provincias, el país vivía pendiente de su desarrollo, que se transmitía directamente por las radios.

Recuerdo los títulos tamaño catástrofe de los tres diarios de la tarde que tenía la ciudad: Crónica, La Tribuna y Rosario, informando los resultados de cada etapa. También hay que aclarar que el peronismo había producido tal división en el país que eso había llegado al deporte, y así como en el boxeo los peronistas eran seguidores de Gatica y los antiperonistas de Prada, algo parecido pasaba en el automovilismo.

Los ídolos del automovilismo nacional eran los hermanos Gálvez. Y el máximo ídolo era el mayor, Oscar, el legendario “Aguilucho”, simpático y extrovertido, ganador de incontables carreras, campeonatos y Grandes Premios. Pero al que insólitamente otro corredor había logrado superarlo, si no en popularidad sí en número de éxitos: su hermano menor Juan, serio y callado. Con su cupé azul que ya invariablemente llevaba pintado el número uno de campeón sobre el capot.

No se sabe si por verdadera convicción o por las circunstancias de la época, los dos Gálvez eran peronistas y durante ese gobierno solían dedicar sus triunfos “al general”, con quien a veces aparecían en fotos abrazados por él. Hasta se decía que Eva Perón se había dado el caprichoso lujo de usarlo algunas veces a Oscar como chofer particular. En consecuencia: los peronistas eran “hinchas” de los Gálvez y los antiperonistas en general de otros corredores. Yo, como ratificando esa dualidad política antes contada, era “hincha” de Oscar Gálvez y también de Carlos Menditeguy, gran deportista y famoso bon vivant de la clase alta porteña.  Una especie de Isidoro Cañones, y para los peronistas, un típico “oligarca”.

Ese año, al llegar el Gran Premio a Rosario tanto Oscar como Menditeguy habían abandonado, y lo venía ganando “Rolo” de Álzaga, otro “niño bien” porteño cuyo nombre completo era Rodolfo de Álzaga Unzué Rodríguez Larreta, pavada de apellidos. Juan Gálvez venía segundo. Al pasar frente al colegio, que no sé ahora pero que en esa época era bastante “pituco”, todos aplaudimos a Álzaga, y algunos se “mataron” ovacionándolo. Pero cuando la cupé azul con el número uno apareció, los alumnos de mi colegio se desinflaron silbándolo a Juan, creo que con excepción de uno solo: yo mismo, que a mi vez me “maté” aplaudiéndolo, con la gran emoción adolescente de haberlo visto bien al ídolo, a un metro de distancia. Y tomándome revancha del fiasco del “oleeee” que nos hizo Perón cuando era más chico.

 “Rolo” de Álzaga ganó el Gran Premio y salió campeón. Juan, segundo. Los Gálvez volvieron a arrasar con los campeonatos y los Grandes Premios en 1960 y 1961, pero éste fue su último gran año. Y un domingo de otoño de 1963 oíamos por radio la transmisión de la Vuelta de Olavarría con unos amigos cuando nos enteramos con gran pena de que Juan Gálvez se mataba en esa carrera. Creo que ese día terminó para siempre toda una etapa gloriosa de nuestro automovilismo y ya nunca más ese deporte alcanzó tanta popularidad.

Hace unos años, yendo por la costanera en Buenos Aires, ví una fila de cupés de Turismo de Carretera estacionadas. Me bajé del auto y noté que una era azul y llevaba el número uno. Me aseguraron que era la auténtica (?) y la toqué con emoción.  

 

Debo agregar algo, y es que sin ser cronometrista  y en simple carácter de testigo presencial, tengo que decir que con ser Juan Gálvez el gran volante y campeón insuperable que fue,  Perón hizo mucho más rápido que él el tramo del bulevar Oroño de Rosario. Recordando eso pensé que por algo la marcha partidaria dice: “Perón, Perón, gran conductor…”


GARDEL EN ROSARIO

Fuente: Revista ROSARIO SU HISTORIA Y REGION N° 133/ Sep 2014 Pág. 31 a 33


AQUEL ESTADIO NORTE

Fuente: Revista ROSARIO SU HISTORIA Y REGION N° 130/ Jun 2014 Pág. 33 a 34


EL DÍA QUE NEVÓ EN ROSARIO

Fuente: Revista ROSARIO SU HISTORIA Y REGION N° 119/ Jun 2013 Pág. 30 a 31


COSTUMBRES Y ESTAMPAS DE ROSARIO EN LA PINTURA

Fuente: Revista ROSARIO SU HISTORIA Y REGION N° 97/ Jun 2011 Pág. 19 y 21


LA TORRE CHIESA APARECE Y DESAPARECE  

                                                            Por Roque A. Sanguinetti

               La calle San Lorenzo, como casi todas las del centro de Rosario, es bastante angosta. Y ya desde fines del siglo diecinueve, según muestran fotos de esa época, en el sector más céntrico corría encajonada entre edificios de considerable altura. 

               En el año 1977 ya había sido lamentablemente demolida la antigua Bolsa de Comercio que quedaba a la altura del 1.000 (entre Sarmiento y San Martín) a mano derecha. Mejor dicho, hasta ese momento se había preservado su hermoso frente, aunque después también cayó irremediablemente bajo la piqueta. Sólo se salvó la estatua del Comercio que lo coronaba y que ahora está en el parque Urquiza. Con igual frenesí arrasador ese año comenzaron a demolerse antiguos edificios de altos que quedaban a la misma altura sobre la mano izquierda, a mitad de cuadra, para “construir” una playa de estacionamiento que todavía persiste en el lugar.

               Y entonces se produjo el milagro. Al caer esos edificios apareció a la vista en el centro de manzana una magnífica torre, muy alta, de unos treinta metros, de un estilo entre francés e italiano, que podría recordar en algo a la torre de Pisa, al campanario del Giotto, de Florencia, o a la de algún castillo europeo. 

              Nadie la conocía. Había estado oculta quién sabe por cuántos años por los altos edificios del frente, pero de pronto estaba allí, como trasladada mágicamente en el tiempo y en el espacio desde alguna época renacentista al centro de Rosario.

            La gente se paraba a mirarla con gran curiosidad y todos nos preguntábamos cómo podía ser que nunca antes la hubié-ramos visto, aunque habríamos pasado cientos  de veces por esa cuadra. 

              Los diarios averiguaron el origen y así se supo que era la Torre Chiesa, edificada en el año 1870 por el destacado constructor suizo Alexander Máspoli .para esa firma comercial, que la habría mandado a hacer para ver los barcos que llegaban al puerto de Rosario con mercaderías y solían estar detenidos durante días antes de desembarcar. De ese modo los que trabajaban en la firma podían preparar los trámites de aduana y los embarques y desembarques con anticipación. Así se explicó, aunque otros dijeron que era un gusto estético que se había dado el señor Chiesa, quien supuestamente disfrutaba mirando el río y los barcos a vela desde lo alto de esa romántica torre.  Por eso también se la llamó “El Mirador de Chiesa”.

               Así las cosas, se desató una polémica sobre el futuro de la torre, ya que surgieron voces que pretendían preservarla como un inesperado y muy valioso elemento del patrimonio arquitectónico. Funcionarios municipales la visitaron, hubo conversaciones, idas y venidas, mientras permanecía suspendida la demolición. Se había creado una expectativa sobre qué destino se le podría  dar  y cómo compensar a los propietarios de la playa de estacionamiento en construcción, y empezó a moverse una lenta burocracia. 

               Una burocracia lenta e inútil, una ineficaz intendencia, y una casi absoluta falta de conciencia general sobre el valor de la preservación del patrimonio, frente a la voracidad comercial de quienes habían comprado del inmueble. 

            El triste final se insinuaba y fatalmente se produjo: para evitar una posible expropiación parcial o algún problema que pudiera afectar su negocio, los dueños ordenaron demolerla de inmediato.

            Y tan increíblemente como había aparecido, pasado más o menos un mes de esa aparición, desaprensivamente, brutal-mente, la joya arquitectónica cayó despedazada y no quedaron ni rastros de ella.  

Por  inercia y falta de interés o de cultura la ciudad perdió así un edificio que se presentó casi como un regalo del cielo, y hubiera sido para siempre un orgullo y un hito de su patrimonio. Y todo para que esa amplia playa, en la cual cabían muchísimos autos, no perdiera unos muy pocos lugares de estacionamiento. Todavía ahora existe esa playa y pese al gran incremento de automóviles producido en tantos años, aún hoy es difícil que se pueda llenar.

                 En definitiva, un triunfo más de la barbarie sobre la civilización, y una absurda pérdida para la ciudad. 

             No siempre las historias ciudadanas terminan bien,  y ésta de la romántica y bella torre Chiesa, que posiblemente fuera más apta para Romeo y Julieta que para una playa de estacionamiento, terminó de la peor manera. 

                Como tantas historias románticas, o como tantas otras penosas historias de pérdidas que ha sufrido nuestro agredido pero todavía notable patrimonio arquitectónico. 

                 Al que ojalá sepamos preservar mejor.

 

Fuente: Revista ROSARIO SU HISTORIA Y REGION N° 98/ Jun 2011 Pág. 18 y 19


EL OMBÚ DE CULLEN

Fuente: Revista ROSARIO SU HISTORIA Y REGION N° 88/ Ago 201o Pág. 18 y 19


UNA PERSISTENTE BROMA DE ESTUDIANTES

Por Dr. Roque A. Sanguinetti

 

Quién podría negar que es una de las obras más importantes de la arquitectura de Rosario. Y probablemente la más original de todas. 

Subiendo por Rioja desde el bajo, todavía hoy se imponen sobre la calle y su perspectiva los dos gigantescos leones que coronan el edificio y que representan al reino de España, cuyo escudo custodian orgullosamente allá arriba.

Elocuente ejemplo del  “modernisme catalá” e inaugurado en 1912, el Club Español es obra del gran arquitecto catalán  Francisco Roca y Simó, quien a principios del siglo veinte trajo a Rosario ese estilo, concretándolo en ésta y en otras creaciones notables como la Casa de España, de Entre Ríos y Santa Fe, el edificio Monserrat, de Entre Ríos y San Lorenzo, el Palacio Cabanellas, de Sarmiento y San Luis, y su adjunto la confitería Europea, todas obras que sin deshonor podría haber firmado el genial Gaudí.

Lamentablemente puede pasar un tanto desapercibido entre el constante tráfico del pleno centro y al estar situado en una calle muy angosta que impide apreciarlo debidamente. Es de esperar que alguna vez se cumpla la ordenanza que ordenó expropiar y demoler el edificio que se encuentra a su frente para crear un pasaje que desembocaría en la Plaza Montenegro.  De este modo se podría verlo por fin con la perspectiva necesaria y el paisaje urbano se enriquecería mucho.

          En su interior se destaca el espacio ceremonial compuesto por la gran escalera sobre la que se centraliza el edificio y el altísimo hall cubierto por un lucernario, que sirvieron de  imponente marco a la visita que en la década de 1980 le hicieron el Rey y la Reina de España.  

Pero quizás lo más llamativo sea la fachada, con un juego de volúmenes que la ahuecan resaltando su tercera dimensión.  Sobre ese frente se destacan desde arriba hacia abajo los ya citados leones y el escudo español, y una serie de seis atlantes que parecen sostener los pilares del edificio, todos esculturas de Diego Masana. Abajo de ellos avanza el balcón principal, sobre una marquesina de caprichoso hierro forjado. Tras los balcones hay grandes vitrales con coloridas figuras humanas y todo este conjunto está adornado con más figuras y con guirnaldas que acentúan las características del estilo, expresión del gusto dominante en los festivos años finales del siglo diecinueve europeo. 

La importante puerta de hierro trabajado, insólitamente construida en Inglaterra, está rodeada por una serie de cuatro frisos en relieve construidos en cemento, que vistos en conjunto complementan adecuadamente el edificio.

Pero…

Sucedió que cuando se proyectó el edificio esos frisos del frente iban a ser tallados en mármol. Sin embargo, a último momento surgieron dificultades económicas y se decidió ahorrar y hacerlos de cemento. Entonces el escultor Masana se dio por ofendido y en vez de cumplir personalmente con el trabajo, lo encargó a los jóvenes alumnos de su taller, dándoles amplia libertad.

Y ahí se le ocurrió a alguno de ellos una típica broma de estudiantes, que afortunadamente perdura hasta el día de hoy. Esos alumnos no tuvieron mejor o peor idea que ponerse a imaginar y esculpir figuras en poses ridículas para formar los relieves, sin que los hispanos miembros del club se dieran cuenta de nada. Ignoro si Masana participó del “complot”, pero es imaginable que sí, ya que resulta difícil pensar que no controlara el desarrollo del trabajo, y además hay que recordar que estaba ofendido y así se habrá tomado revancha. Es más: imagino el jolgorio en el taller de escultura

 Si miramos detenidamente los frisos comenzando por el de la izquierda de la fachada, veremos que la primera figura es un desmelenado andrógino que se rasca desesperadamente la espalda. Le sigue hacia la derecha un hombre en afeminada pose dudosa que parece insinuarse sobre el andrógino, y el tercer personaje les está haciendo a los otros dos el itálico gesto conocido como “corte de manga”.

El segundo friso comienza con un hombre que se huele con fruición el sobaco, y sigue en el medio otro que también hace el “corte de manga” a un tercero, que parece estarse levantando después de haber expelido una necesidad elemental y que también parece querer sentarse sobre las rodillas del anterior.

Los dos frisos siguientes son simétricos de los otros y duplican los personajes y sus gracias como en un espejo.

¿Qué decir de esta broma estudiantil de dudoso gusto que se eternizó en esas estatuas?  Casi nadie la conoce, a algunos les causará gracia, a otros les molestará y otros la considerarán una tontería. Pero ahí ha quedado desde hace un siglo, para regocijo de los muy pocos que sabemos del caso y como una anécdota imperdible de la arquitectura rosarina.

De todos modos estuvo tan bien hecha, que pese a lo grotesco de sus personajes y actitudes, los relieves poseen estética y plasticidad, y no atentan de ninguna manera contra el conjunto arquitectónico del notabilísmo edificio. Sólo conociendo la anécdota y mirando con detalle las figuras se puede descubrir aquella broma ya centenaria. Y dificulto que Sus Majestades hayan notado nada.  Al menos eso espero.

 Si se me pregunta cómo conocí esta anécdota, puedo decir que de primera agua, ya que me la contó mi tío político José Luis Olivé, fallecido en 1970, quien no era otro que uno de aquellos estudiantes de escultura a quienes Masana les dio rienda suelta para sus travesuras.

  Que perdure por siempre el magnifico edificio del Club Español, orgullo de Rosario, que se abra el pasaje que permita a unos apreciarlo y a otros por lo menos descubrirlo… y que no se pierdan nunca esos relieves, que le agregan gracia y colorido a su historia y a la de la ciudad.

 

 (Rosario, su Historia)


RECUERDOS

EL CANTO XXXIII EN EL VIEJO COLEGIO NACIONAL

 

                                                                               Por Dr. Roque V. Sanguinetti

 (Palabras escritas y leídas por mi padre en el Colegio Nacional Nº 1 de Rosario en  el cincuentenario de su promoción, año 1980 (Roque A. Sanguinetti).

                                                                                                                                

                        Nuestro profesor de italiano en aquel curso de quinto año del viejo Colegio Nacional era un antiguo docente, periodista de raza, de sólida preparación y especial conocimiento de la literatura y lengua italianas. De complexión robusta y no muy elevada estatura, su mirada penetrante y gesto adusto y un tanto irónico, imponía de entrada respeto a sus alumnos.

                        Vestía siempre de oscuro y nunca lo abandonaba el corto toscano afirmado invariablemente en la comisura de sus labios. Su pronunciación dejaba traslucir su origen meridional, que también se revelaba en la vivacidad de su genio irritable, que lo llevaba tranquilamente de la placidez a la indignación y al enojo cuando comprobaba la falta de estudio de sus alumnos. Sus invectivas eran famosas: si el alumno que daba la lección en el frente del aula ignoraba el punto concreto que le preguntaba, el profesor se dirigía a alguno de los alumnos menos aventajados del curso y repetía la pregunta, a la que adosaba una muletilla: “¿Lo sai, Fulano?”. Reiteraba la cuestión ascendiendo en sus preguntas en la jerarquía de los mejores alumnos y cuando después de sucesivos e infructuosos: “¿Lo sai, Perengano? ¡Ah, non lo sai!”, entraba paulatinamente en un enfado notorio, que estallaba en un “¡Ah, non lo sai, sciocco!” (tonto) para culminar su indignación al dirigirse inquisitivamente a alguno de los ases del curso que tampoco acertaba con la respuesta debida: “¡Ah, non lo sai, eh! ¡Bravo la bestia!”.

                        Aquellas palabras, si bien nos producían un lógico escozor de molestia, no llegaban a agraviarnos porque constituían un “ritornello” que se repetía de cuando en cuando en todas sus fases, coronado al fin por la reprimida y disimulada hilaridad del curso. Luego todo se aquietaba y la clase continuaba por su cauces normales como si nada hubiera pasado. Sin embargo supe que algún alumno, molesto por aquellos calificativos que lo desagradaron,  mirando al profesor a los ojos y en alta voz le espetó un “¡Napoleone…..!, que provocó  el escandalete imaginable y las condignas sanciones disciplinarias.

                        Pero en definitiva lo estimábamos porque sus clases resultaban amenas y entretenidas y descubríamos que bajo un exterior rudo y de maneras poco cortesanas, se escondía un maestro profundamente enamorado de su enseñanza, que nos ganaba a fuerza de entusiasmo y dedicación, haciéndonos amar lo que al principio recibimos con alguna desconfianza. Sus lecciones de gramática eran claras y concisas, pero reservaba lo mejor de su esfuerzo para enseñarnos literatura italiana a través del conocimiento de obras seleccionadas y la recitación de autores antiguos y modernos. Leímos y estudiamos “I promessi sposi” de Manzoni, nuestro libro de lectura durante el curso, y desfilaron además trozos selectos del Tasso y poesías de Stechetti, D’Annunzio, Ada Negri…que supimos a la perfección. Pero el punto fuerte era el estudio o comentario general de la Divina Comedia y de su autor, aplicándonos luego al estudio particularizado de alguno de sus cantos, que debíamos copiar y traducir, y luego recitar íntegramente de memoria en su texto original.

                         A nosotros nos tocó en suerte el Canto XXXIII del Infierno. El poeta encuentra en el noveno círculo a Ugolino, quien roe sin pausa la cabeza de Ruggieri. El pecador aparta su boca de la horrible comida y tras limpiársela con el pelo narra su fatídica historia al visitante. Fue encarcelado por Ruggieri, quien lo encerró en angosta torre con sus pequeños hijos y sobrinos. Antes del amanecer oyó tapiar la entrada de la torre. Transcurrieron un día y una noche en silencio horrible y Ugolino se muerde las manos de dolor; los niños, creyendo que lo hacía por hambre le ofrecieron que comiera de ellos. Entre el cuarto y el sexto día los vio morir uno a uno. Ya ciego los buscaba a tientas y durante dos días los estuvo llamando. Luego (y éste es el famoso verso 75) “más que el dolor pudo el hambre”. ¿Qué quiso significar el poeta con su ambigua expresión? ¿Qué a Ugolino no lo pudo matar el dolor pero sí el hambre, o por el contrario que, no obstante “el desesperado dolor que le oprimía el corazón”, soslayando ese dolor se alimentó con la carne de sus hijos?

                        También nosotros, con nuestro ímpetu adolescente, participamos de la controversia que a través de los siglos ha dividido a los comentadores de Dante. Entre las dos interpretaciones opuestas se entabló la discusión, en la que entraron opiniones de críticos famosos y nuestras propias deducciones. Prevaleció la idea de que el pensamiento del poeta es  el de que Ugolino comió la carne de sus hijos.

                        Al evocar estos lejanos recuerdos señalo el alto valor de la enseñanza que recibimos entonces del viejo Colegio Nacional. Contra lo que han sostenido algunos equivocados detractores, aquella enseñanza era la de más alto nivel que podía entonces impartirse en Rosario, por la calidad intelectual de nuestros profesores, la formación espiritual de los alumnos, el sentido argentinista de la enseñanza y la admiración y el amor por los cánones de la cultura occidental, apoyada en esas bases inamovibles formadas por las enseñanzas evangélicas del cristianismo, el racionalismo griego y el republicanismo del siglo XVIII.

             Para formular un juicio objetivo sobre los resultados de dicha enseñanza y por aquello de “por los frutos los conoceréis” basta que me remita a la pléyade de brillantes bachilleres que egresaron del Colegio Nacional. En 1930 (año en que centro mis recuerdos) o poco antes o poco después egresaron alumnos cuya personalidad se destacó en los más diversos campos de la cultura rosarina, en la medicina, el derecho, el arte, el periodismo. Todos lucieron la impronta de probidad personal y alta eficiencia profesional que recibieron en el Colegio y que pusieron de manifiesto en circunstancias diversas de sus vidas. Todos ellos y muchos más llevaron con alto honor y elevada dignidad su inconfundible condición de exalumnos del Nacional.

¡Amados profesores, queridos condiscípulos! Os rindo mi emocionado homenaje de gratitud y afecto al recordar algunos episodios de mi juvenilia rosarina, cuyos nítidos contornos comienzan a esfumarse con las sombras crecientes del próximo anochecer.

 

                                                                                                                          Rosario, su Historia, nº 98, julio de 2011


EL TELÓN DEL TEATRO EL CÍRCULO

                                                                                            

 

CON SUS FIGURAS MITOLÓGICAS Y PINTADO POR UN ARTISTA ITALIANO, ES UN SÍMBOLO CENTENARIO DE LA CULTURA ROSARINA.                                                                                                                  

                                                                                                                         

                                                                                                   Por Dr. Roque A. Sanguinetti

     

 

Antes del momento mágico en que las luces se apagan y la función comienza, la sala principal de nuestro teatro El Círculo brilla bajo la cúpula. Y en su ámbito neoclásico nos adentramos en un mundo diferente, lejano en el espacio y en el tiempo al de la ciudad que dejamos afuera.   

Rodeados por la gran herradura de sus palcos y mientras los espectadores se van acomodando, casi distraídamente miramos sobre el escenario un espectáculo previo: el telón de boca con motivos mitológicos que tantas generaciones de rosarinos han conocido,  tal vez sin prestarle la atención que se merecería

Si se hiciera una encuesta sobre cuál es el tema que muestra el telón, la mayoría  recordaría sólo el caballo alado que levanta vuelo.

Pero esta obra, símbolo de la cultura rosarina, tiene una historia y un significado.

A fines del siglo diecinueve, cuando la Argentina prosperaba rápidamente al paso de la llamada generación del ochenta y de la inmigración europea, la Sociedad Teatro La Ópera decide la construcción de un gran teatro al estilo de los que se habían levantado en Europa, particularmente en Italia. Eran también los tiempos del apogeo de la música lírica.

Las obras comenzaron en 1888, aunque al poco tiempo se detuvieron por problemas económicos  y el lugar se convirtió en refugio de menesterosos,  llegando a ser conocido como “La cueva de ladrones”. Pero al año siguiente el empresario Emilio Schiffner compró la sociedad y después pudo continuar el proyecto, en el que intervinieron sucesivamente los ingenieros Cremona y Contri y el arquitecto Goldammer.  En 1904 y en una velada artística y social famosa, el teatro, que se llamó La Ópera, se inauguraba con la presentación de Otello, de Verdi.

Entre otros grandes, Caruso cantó en 1915 y dejó un escrito ponderando la acústica de la sala, a la que equiparó con las de los principales coliseos del mundo.     

Con la decadencia de la lírica el teatro también decayó, y como ocurrió penosamente con el otro gran teatro de Rosario, el Colón, que fue  demolido en 1958, también estuvo a punto de caer bajo la piqueta, ya que en 1943 se había colocado un cartel en su frente anunciando la demolición. Pero un grupo de rosarinos que amaban la música y se habían agrupado bajo el nombre de El Circulo de la Biblioteca (organizaban funciones musicales en la Biblioteca Argentina), en un gran esfuerzo volvió a comprar el teatro, que desde entonces lleva con justicia el nombre de El Círculo, conservando la sala principal el nombre de La Ópera. Uno de esos hombres, don Ciro Tonazzi, garantizó la compra con su patrimonio personal. Era otra Argentina.

Pero volvamos a nuestro telón. En 1903 don Emilio Schiffner contrató al pintor  y escenógrafo italiano Giuseppe Carmignani  y le encargó realizar las pinturas de la cúpula del teatro y del telón, obras que culminó en 1904 y que felizmente todavía podemos admirar. Carmignani, nacido en 1871, había llegado a la Argentina en 1900 después de haber trabajado en la Scala de Milán y previamente en el teatro Regio de la ciudad  de Parma.

Este último, uno de los teatros más tradicionales de Italia, había sido inaugurado en 1829 y tiene una particularidad que lo emparenta directamente con El Círculo, y es que sus respectivos telones son prácticamente idénticos. Y obviamente esto se debe a que Carmignani en realidad realizó una réplica del telón del Regio de Parma, del que solamente varió los colores de las figuras. Ese telón original del teatro italiano había sido creado por el destacado pintor Giovanni Battista Borghesi, en homenaje a la duquesa María Luisa, segunda esposa de Napoleón.

Esto no significa un demérito, por el contrario es una muestra de que con los medios y dentro de las posibilidades de aquella época se trataba de importar, de imitar  y de implantar las mejores manifestaciones de la cultura y de la gran civilización europea. De la que mayoritariamente provenimos los argentinos.

Carmignani pintó el telón rosarino mediante la técnica del gouache, un tipo de acuarela opaca que no refleja brillos, sobre una tela comprada en Bélgica. Está compuesta de trece paneles unidos entre sí y mide 12 por 13,5 metros. Es un telón “de apertura alemana” o “de guillotina” y constituye uno de los escasos objetos escenográficos que quedan del teatro en la Argentina de principios del siglo veinte.

Representa “El triunfo de Palas”, diosa griega de la Sabiduría (Minerva en la mitología romana). Arriba y a la derecha aparece en el cielo y en un trono Palas vestida de azul y con su atributo simbólico, el búho. La cara de la diosa es la de la duquesa María Luisa.  Está rodeada por la Abundancia con su cuerno,  la Justicia con una daga, y la Paz con hojas de laurel. Junto a ellas se ve a Hércules y su esposa Deyanira. Un conjunto de gráciles mujeres sobrevuela la escena, formando una aureola de gloria sobre Palas.

A la izquierda de la tela está el dios Orfeo en el Parnaso, y tras él los poetas Homero, Píndaro, Virgilio y Dante.

Abajo y al centro, en el plano terrenal, aparece como figura principal Pegaso, el blanco caballo alado que hacía brotar agua adonde pisaba. Representa la inspiración del artista y está rodeado por las gracias y las musas que lo ayudan a levantar vuelo, con el fondo de un espacio infinito.

En 2010, en una muy delicada operación, el telón fue desmontado y llevado a Buenos Aires para ser restaurado en el Centro Tarea, bajo la dirección de Claudia Sabatini. Se le hicieron análisis y después trabajos de limpieza, colocación de filamentos y reposición de partes faltantes. Esto último se debió a que a lo largo de los años, algunos le hicieron agujeros para espiar al público. Se dejó uno solo de esos agujeros por considerarse que había sido hecho con el mismo fin al crearse el telón. Este fue repuesto en el teatro en julio de 2012.

Aunque no tengamos la suerte de nuestros antepasados, que después de levantado el hermoso telón veían aparecer en el escenario a Caruso o a Gigli, la magia del teatro siempre es renovada e impredecible.

 

Y ahí está El Círculo con sus maravillas, esperándonos y preparando el momento en que las luces se apagan y Pegaso parece levantar vuelo.


* Dr. Roque V Sanguinetti  abogado